martes, 7 de octubre de 2008

Lloraba al ver su indiferencia. Y el insistía. No puedo soportarlo más. Ella, callada, abrazaba su edredón, como si fuera lo último que le quedara.

Observaban cómo se iba apagando, cómo se estaba consumiendo, cómo, sin quererlo, se les iba de las manos.

Tenía los labios hinchados, los ojos se le llenaban de lágrimas y mientras tiritaba de dolor se recordaba a sí misma lo éstupida que era.

Cada pañuelo que tiraba al suelo era un recuerdo, un momento para olvidar. Se ahogaba, los dientes se enrojecían, los pulmones se encharcaban, el corazón se detenía, pero nada importaba, ya no.

Poco a poco, notaba como su cuerpo se helaba, enblanquecía; y allí, yacía su cuerpo, tendido en la cama, apenas con vida.

Su existencia se consumía, las experiencias, los errores, los temores y la rabia se iban desvaneciendo en el olvido.

Ya con su último aliento, dirigió su mirada hacia la ventana y comprobó que llovía, llovía desde el primer día.


Lyenn.